Hubo un tiempo en México en el que se podían recorrer las carreteras y visitar pueblos y ciudades, sin más preocupación que la de evitar un percance automovilístico. Primero con mis padres y hermanos, luego con amigos y más tarde como reportero, tuve oportunidad de recorrer cantidad de lugares sin problema alguno. Nos sentíamos seguros en nuestro país y viajábamos con plena libertad, a cualquier hora y a cualquier sitio. Hoy solo nos queda el grato recuerdo de haber disfrutado esa época, de aquel México que desapareció casi sin darnos cuenta.
Lamentablemente, entre la pandemia y la violencia que campea por doquier, los mexicanos nos hemos visto obligados a refugiarnos en casa o movernos con extrema precaución. Ha sido triste ver cómo los grupos criminales se apoderaron de regiones completas, convirtiéndose en ley y autoridad; asaltan, amenazan, secuestran y matan a quien se atraviesen en su camino. Que si la culpa la tuvo la corrupción, el neoliberalismo, la guerra contra el narcotráfico, la política de “abrazos y no balazos” o todas las anteriores, el caso es que los mexicanos de bien perdimos la posesión de nuestro país.
Los delincuentes avanzan porque pueden, porque los han dejado, porque los gobiernos se aliaron con ellos y se convirtieron en lo mismo.
Ser condescendientes, reduciendo los presupuestos de seguridad y convirtiendo a nuestros soldados en maestros de obra o albañiles, abrazar a los criminales, acusarlos con sus mamás o regañarlos con un “¡fuchi caca!”, ha sido una estrategia ridícula que solo alimenta la impunidad.
No se puede negar que estábamos mal, la corrupción y la inequidad llegaron al máximo en regímenes anteriores, pero lo que vemos ahora era inimaginable.
Nadie escapa ya de esta tragedia nacional, no hay seguridad ni justicia y desde el gobierno se ataca sistemáticamente al que tiene algo o mucho, como autorizando a los rateros a quitarles un poco. Mujeres que son violadas, desaparecidas, asesinadas, comerciantes que pagan piso o cierran sus negocios, candidatos que mueren violentamente sin poder llegar a los comicios. En fin, cualquiera con la suficiente valentía para salir a la calle sabe que el peligro asecha.
En Baja California vamos de mal en peor. La violencia, que en Tijuana se refleja en la cantidad de homicidios dolosos, no se ha reducido un ápice. El Valle de Mexicali es escenario constante del enfrentamiento entre grupos criminales, los residentes del nada mágico pueblo de Tecate viven en la zozobra, la ciudad de Ensenada y el Valle de Guadalupe enfrentan sus peores momentos de inseguridad. El gobierno es incapaz e inoperante.
Me parece que un revés en las elecciones, una reacción social que obligue -por la vía pacífica- a rectificar el rumbo, vendría bien en este momento. No es un tema de partidos o candidatos buenos y malos, sino de crear un equilibrio en el poder, para recordarles -a quienes lo ostentan- que exigimos una mejor vida.