Aunque sea noche, que la luna lleve dos horas por las calles y el sol se haya ocultado. En horario de invierno me aferro a decir “buenas tardes” cuando son las siete, las siete de la tarde. Es un absurdo cotidiano, es un conflicto en el que pienso por varios meses durante muchas tardes.
El frío me amedrenta y la luz artificial me intimida, pero me aferro y me niego. Para mi son “tardes”, quiero sentir que el día es joven, que me quedan minutos sagrados de actividad vespertina.
Si lo pensamos dramáticamente, es triste cuando se acaba el día, todos los ocasos son melancólicos, son dramáticos, pesados y nombrar la tarde cuando el sol no está es mi forma de evitar admitir que un día invernal se ha acabado.
De hecho, siempre saludo con un “buen día”, porque es día completo. Fragmentarlo hasta me parece una tragedia. Disfruto mucho mis días y mis noches, pero el día me sabe más a la productividad y la noche a la complicidad, ambos enmarcan a la diversión de vivir, pero siempre es dificil aceptar que un momento está por terminar.
No les extrañe si saludo con un “buen día”, que en mis momentos de soledad siempre he evitado dar las “buenas noches”, suena cursi y pícaro, pero esas prefiero vivirlas.